En las pasadas elecciones municipales hemos votado en secreto. Hemos votado pero nadie supo a quien le dábamos nuestra confianza para que se exceda con nosotros otros cuatro años. El voto es secreto. Se debería votar a mano alzada, y en pequeñas asambleas de barrio a celebrar por todo el país. Pero el voto electoral es secreto. El empecinamiento que se pone para que esto sea así, ha hecho que de forma insolente ese supuesto derecho se imponga. La práctica del secreto nos lleva al secretismo. Las elecciones por lo tanto son un sistema de camuflaje perfecto para posibles manipulaciones, o bien directas, o a través del lavado de cerebro vía propaganda. El voto es un reflejo que junto al secreto se colma de reflejos condicionados. El voto no debería ser secreto, nosotros tampoco. Hoy más que nunca sabemos que todo es mentira, y que la mentira reina en el marco virtual de irrealidades donde presuntamente queremos vivir con la verdad. Luz y taquígrafos, testigos y revolución: la verdad. El secretismo del voto hace que nuestro yo particular se convierta en una exagerada aberración llamada yoismo. La defensa del voto secreto que se repite hasta la saciedad, y que nadie pone en duda, es una defensa a ultranza del voto como un bien propio de naturaleza intrínseca, “derecho” que la democracia burguesa nos regala, y que nosotros hemos conquistado usando sus maneras de organización. El inconveniente del voto es que tan sólo sirve para votar, no para opinar, opinar lo que se dice opinar aquí no opina nadie nada, y con un voto convertido en secreto menos. Los canales de opinión no existen para nadie, en todo caso canales de televisión. Y si en un arrebato se te ocurre opinar y escribes sobre el voto: HIJOS DE PUTA, por ejemplo, pues llega el presidente de mesa y lo declara nulo, añadiendo de coña: “Es que tiene tachaduras”. El voto es algo que nos han dicho que va unido con la persona: un hombre, una mujer: un voto. Este derecho más tarde se hizo secreto, y es asumido de tal manera ese “derecho al secreto” que pareciera que viene incorporado en el cordón umbilical a la hora de nacer, y que además este es un bien de nuestro yo más yo: el más cerrado y clandestino. Así que cuando vamos a votar, quien vota es el “otro”, el real, el autentico, el que no conoce nadie: el malo, porque sólo los malos tienen secretos. Tu vecina te saluda en el ascensor y tu vecino en el portal, pero no saben a quién votas. Ni tú a quien votan ellos. El voto secreto pareciera que nos enaltece. Nos da altura. Pero lo real y autentico es que cuando votamos nos negamos la libertad, la parte más noble de nosotros se pierde en una supuesta libertad individual ejercida desde cierto anonimato que nos hace impredecibles, oportunistas o tal vez cobardes. Cuando usamos nuestro derecho al secreto y al voto, nos imbuimos de un cierto poder, de una ligera ventaja sobre su contrario: lo público, a quien se la tenemos jurada, ya que la libertad de lo público hace que nuestra personalidad yoista se debilite ante la luz del día. La génesis del voto no es secreta, el voto en todo caso nació particular, propio, único, insoslayable, pero desde luego no secreto. Cuando yo voto siempre voto yo, pero debería ser levantando el brazo, repito. Un hombre un brazo, y así el voto se materializa: tiene rostro. El voto depositado en una urna es virtual: llegó hasta allí pero no lo puso nadie. Esa no procedencia del voto lo hace anónimo, de ahí que el candidato elegido se deba a nadie, y que toda su gestión posterior viva en el anonimato. Así que el edil, el diputado, el señalado, cavila: “¿Quién va a partirme la cara si no cumplo, o quién va a fiscalizar mi gestión?”, respuesta: nadie. Nadie, porque los votantes se amparan en el anonimato de un voto abandonado en una solitaria urna, y como no dan la cara, la verdad será encerrada junto a sus votos de papel para siempre; engominados candados que echan en sus sobres de miedo donde quedará eternamente presa. Además, que en esa “no verdad” del voto secreto vive otra mentira: el que dice que me vota en realidad vota a otro. Y si el votante le parte la cara al concejal, se descubre.
Puerta del Sol, marzo 2010. |
El devenir secreto del voto generará una vida mucho más secreta: por correo, por fax, por internet, con pasamontañas, capirote de nazareno, o capucha de verdugo. El voto secreto es una prolongación de nuestras “cosas” secretas. Y ya podemos decir que vivimos en una “sociedad secreta”. El secreto forma parte de nuestra intimidad, nuestra intimidad y el secreto forman un todo, nos decimos: ¿cómo puedo tener intimidad sin secretos?. Si yo oculto yo tengo, por lo tanto soy. Tener secretos y saber los secretos de alguien, aprendiendo a su vez a “usar” esa información contra el otro, nos hace poderosos y temibles, ante los que, pobres, no saben nada. La razón de ser del secreto es por tanto para usarlo contra el otro. Un hombre sin secretos no es digno de mención, no es necesario en ningún organismo del entramo estatal, no es válido, no sirve para nada.
Nuestros cuerpos se visten para abrigarse, pero sobre todo se cubren para ocultar. Uno siempre es la medida de su secreto y el fracaso de sus ropas. Hasta donde lleguen ellas le seguirá nuestra carne. Son inseparables, a pesar de que yo creo que nuestra intimidad debería de tener cosas más importantes que guardar que un mísero voto, que además dependiendo de a quién se lo demos, demostramos con quién estamos queriendo ser íntimos, lo cual a su vez nos dará una idea de lo que entendemos por intimidad y sobre todo hasta dónde apreciamos lo que puede dar de sí nuestra carne íntima. De cómo nos valoremos depende nuestra prostitución. Autoestima. Y el lugar secreto que hemos elegido es una roca hueca, que dejó de ser cueva, y a la que ahora llamamos alcoba. Dentro de ella se encierran todos los cuerpos y moran los misterios. En algunos hogares las mujeres se preguntan quién es ese hombre desnudo con el que fornican, pues su marido y el voto, los dos, son secretos.
Pero a estas alturas, tarambana y voluble, la Lógica, caprichosa irónica y cínica a la vez, impone su venganza por caminos de misterios y sombras cuando todos, sin ponerse de acuerdo, sin asambleas ni mítines, sin algarabías (sin pancartas, que diría Aznar “El Reaccionario”) que deslucen la vida sosegada de la ciudadanía, “mayoritariamente”, esta vota al mismo partido. ¿Qué ha sucedido?. Pues que no somos tan originales como creíamos. El inconsciente colectivo habitado de arquetipos: dioses y símbolos, como por arte de magia ha “entendido” el mensaje que durante cuatro años, periodo entre elección y elección, nos han inculcado a golpe de ritos, donde los comentarios y los bulos, la verdad y la mentira, lo real y la ficción han servido para que la población termine sin proponérselo practicando el centralismo democrático, que es esa especie de acuerdo tácito que impide sacar a relucir los trapos sucios. El Secreto. Y cuando se procede al recuento de votos, el votante descubre que su secreto era el secreto de otros nueve millones, y que los nueve millones de secretos han ganado a los secretos perdedores de los demás.
Extraviados en la estepa caminamos en círculos. Nadie conoce la ruta o la dirección correcta, y si preguntas, señalan al otro: pregúntale a ese.
Y la ciudad de arena se desmorona un poquito más.