40514

Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja.

(El libro de arena. Jorge Luis Borges)

domingo, 30 de enero de 2011

Sombras, mitos y culebras


 Les cuento. Sucedió al principio de los tiempos, y desde entonces el universo tiene una edad de 13.600 millones de años: es decir, un segundo antes de que Dios naciera, la nada ya existía, nada había empezado, y en ese hueco que ocupaba la nada, dormía un monstruo hecho de vapor y niebla. Y desde esa nada, nada tenía presencia. A falta de cuerpo material al que poder escupir, sobre una piedra de granito el hombre (¿qué nada si no?) esculpió su imagen, y bajo nombre falso comenzó a insultarla, que era como ponerse en contra de sus propias contradicciones, y que a base de ritos, más tarde, sofisticadas las formas, serían oraciones. Y desde esa nada, que ya era su yo, se fijó en todo aquello que le rodeaba, y sintió miedo de su poder. Acababa de inventar a Dios. Hoy, después de varias mutaciones, ya débil, sabe que está equivocado, y se pregunta: ¿entonces ¿para qué concluimos, dando por finalizado lo que nunca tuvo final?. No existen las fechas. Dios sin principio ni fin, es la estela blanca de queroseno que contra el azul del cielo, lentamente se disipa al paso de veloces reactores. ¿Para qué nos hacemos, de todo lo que no hacemos, una pregunta?. El tiempo no existe, es convencional, porque sólo de esta manera evitamos volvernos locos. La necesidad de un orden hizo que le pusiéramos horas (caducidad) al rostro de aquél que nos perseguía. Y los segundos se inventaron para medir el dolor que nos producía tanta belleza.
     Los que no creemos en el señor, (ni el del cielo, ni el de la tierra) ni en los sindicatos, ni en los partidos obreros llenos de traidores, nosotros los incrédulos, más que nadie, nos toca vivir de señales, de ocultos mensajes que desciframos mirando con los ojos entrecerrados las luces ácratas de escaparates y anuncios de neón, los sinuosos cauces de los regatos hechos por el agua de lluvia, o la pintura fantasmal y desteñida de las fachadas. El difícil arte de las sombras ocultas en la cripta. Dentro de la cripta el incrédulo consulta los libros, que seres nocturnos y densos, fueron depositando a lo largo de los años, en oscuras alacenas.
     El pasado 20 de abril de 2005 entresaqué de la verde estantería de yeso, para aquilatarlo una vez más, el libro de Samuel Beckett, “Primer amor”, (léanlo, comprométanse). Ese mismo día el diario “El País” publicaba en primera página la foto del nuevo papa Benedicto XVI, saludando desde el balcón a la gente reunida en la plaza de San Pedro. Me llamó la atención su pelo blanco, sus ropajes blancos, su reposada actitud, que a mí me pareció, de forzada sonrisa entre mordaz y fría. Cuando más tarde retomé a Beckett leí: “...su nieve mantiene cálido y ensordecido el tumulto, y sus días cárdenos acaban pronto.” Sobresaltado volví a mirar la foto de Joseph Ratzinger, y ya no sonreía. Sin duda era una señal. El misterio de interpretarla requería un tiempo muerto, una pausa. En ese “tempo” el papa alemán no existía. La poda persiste. El horizonte se viene abajo. Los mensajes caen en saco roto y el planeta se ahoga. La literatura mata a los gobernantes. Tú busca la página que le fue designada. Toda impresión, pálpito o apariencia es una lectura. Y si queremos saber qué pasará con la recogida de firmas iniciada por el PP, (da igual qué recogida de firmas, cualquier motivo es bueno para echar al PSOE) un simple vistazo a los posos del café nos dará una pista. (¿Dos pes juntas (PP) a parte de partido popular, ¿qué querrán decir?). Acrósticos, jeroglíficos, cifras y claves, viajan, buscando su matriz, su molde y su troquel. Tú blíndate de letras. Las de molde dejan huellas. Con las minúsculas pasas desapercibido.
     Parpadeamos unas diez mil veces al día. La rabia es una de las emociones más reprimidas. ¿Sirve para algo saber esto, ahora que se impone con fuerza la inutilidad del conocimiento?. Estos que somos, este saber que va sabiendo cosas que no sirven para el común saber, o para nada o a nadie; estos que nos interesamos porque no tenemos intereses, lo que realmente somos es una caterva de jodidos provocadores. Hilen y lean. Bajo los adoquines siempre habrá arena de la playa. Lecturas posibles o improbables, mensajes que llegan por el viento. Palomas mensajeras que son mísiles. La litografía se inventó en el siglo XVIII. Yerro de imprenta. Más literatura.
     El libro más leído (2005) en nuestra Biblioteca Municipal, ha sido “Cabo Trafalgar: un relato naval” de Arturo Pérez Reverte. Así nos va. No corran riesgos, no se alteren. Que se la juegue el otro. Entre el cabo de Trafalgar y el cabo de Roche tengo mi casa, mi casa junto al río Salado, un río de sal que cada día graba desembocaduras nuevas en la arena. Mi casa de sol y piedra, de azotea y poemas, levantada.
     La ciudad de arena se desliza, húmeda serpiente de mármol, hunde en la ciénaga sus potentes raíces y el mundo ajusta a sus caderas cananas de cuero, cartucheras repletas de balas que llevan grabadas poemas de guerra. Dejamos la piedra y pasamos al acero. Han pasado 30 años de aquel Tejero, patriota errático, y aún seguimos esperando a la autoridad competente. Huele a baquelita quemada y arden los metales. Y cae agua de revólveres lavados, como tú bien sabes, amigo César.

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Navega si quieres en mi corazón solitario
porque lo dejo a tus abordajes de madrugada
a tus antojos copias y libelos,
garfios y desbroces,
y déjame ofrecerte en esta nada
un error similar al que siempre cometemos:
restos de unos ojos sin paisaje y sin botín,
trasparentes capturas donde anida la anguila
o navegando noctámbula del día y sus abismos
en la siesta de la noche permanente
donde espera la sed que apague las preguntas.