Recomiendo la lectura de un cuento de Borges: "El libro de arena", para una mejor comprensión de lo que pretendo contar.
La ciudad de arena es como ese cuento de Borges. Cuando la ciudad de arena “se abre” encuentras páginas escritas que ya nunca más volverán a ser leídas cuando cierres esas páginas. La numeración de ellas desaparece. La página nunca existió. La verdad que leíste duró ese tiempo que tú precisaste, para entender la verdad. La ciudad de arena se desmorona. Se escribe por una parte a la vez que se borra por la otra. Se abre la ciudad y depende por dónde la abras. Y de quién la abra.
Distintos “elementos” sociales han abierto la ciudad por dónde les cupo el orden imprevisto de unas páginas: las de su vida. Su vida improvisada y llena de borrones. Devenían de una sociedad a la que decían pertenecer y a la vez combatir. Escribieron páginas que formaron un libro. Escribieron calles que formaron una ciudad. A la vez habladora y a la vez muda. Parlanchina y callada. Las ciudades dormidas para hombres cansados. Ciudades dormitorios como ésta, desde la que escribo, desde hace 35 años. Comer y dormir. Follar poco y mal. Paradójicamente nunca hubo ocio. Su negación sí: nego-cio.
El trato con “técnicos” de la materia, a lo largo de mi trabajo (arquitectos), leáse técnicos razonables, y razonables por cultos, me hablaron siempre de lo insostenible que son este tipo de ciudades. Se las mire por dónde se las mire. Nunca se planificó la ciudad. Se planificó el desorden natural de la arena. La ciudad era un campo de refugiados para los que venían del campo. Paradoja. Premonición de un arado que jamás abandonaron: sobre el asfalto seguirían escribiendo páginas de arena. Ironía.
Pero la ciudad de arena también suena a Jazz . A esa improvisación de lengüetas de metal. A esa dulzura de glicinias y pérgolas encendidas. En la ciudad se improvisa todo, se inventa una pieza de jazz. El jazz a veces tiene melodía, la ciudad caos. El jazz también encierra ese caos: los sentimientos enloquecen. Salta por los aires el jazz y la ciudad de arena.
La ciudad es un monstruo caro, inservible, irracional. Y desde luego no es un lugar para el intercambio. Para lo lúdico. Para la polis. La ciudad se hizo hacia arriba, no hacia los lados, el campo estaba vacío, pero inventamos la especulación, la tinta indeleble con la que empezamos a escribir una ciudad. Levantamos altos edificios, tapamos el horizonte. Expulsamos las afueras. Nos quedamos dentro, cerramos el libro con llave (aquellos libros tan hermosos con cerraduras, que semejantes a diarios, tan sólo podías leer tú) y quedamos prisioneros en un libro que se iba escribiendo rápidamente, respondiendo a una demanda de seres expulsados de las afueras.
El ocio, lo lúdico. Lo lúdico de aquellos que nos fuimos reuniendo en torno a experiencias, a las necesidades del alma abandonada en páramos, (esos a los que cantara, Don León Felipe), también a las necesidades del sustento, sí, pero de la cultura sobre todo, del arte de las sombras bajo los cerezos, aquellas conversaciones. Aquellas opiniones bajo el árbol de las frutas, eran similares al lugar bajo el que se refugiaban las palabras. Hace de eso un millón de años. Dos. Aquel lugar era el libro de arena escribiéndose. Este lugar de hoy es su lugar. Aquí cada uno de nosotros, hoy, abre el libro por páginas escritas que duran un instante, después todo serán historias que jamás se leerán.
Miro mi nombre escrito en pintadas que nunca realicé. Leo cuentos que aprendí de mi madre, de su mirada y de su risa. La ciudad de arena sonríe.
"Ni el libro ni la arena tienen principio ni fin". Borges.
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Navega si quieres en mi corazón solitario
porque lo dejo a tus abordajes de madrugada
a tus antojos copias y libelos,
garfios y desbroces,
y déjame ofrecerte en esta nada
un error similar al que siempre cometemos:
restos de unos ojos sin paisaje y sin botín,
trasparentes capturas donde anida la anguila
o navegando noctámbula del día y sus abismos
en la siesta de la noche permanente
donde espera la sed que apague las preguntas.